José de la Cuadra J.P
Cursó los estudios de derecho y fue profesor de la Universidad en su ciudad natal; ocupó luego un alto cargo en la administración pública (1939). Sus ideas socialistas lo inclinaron hacia una literatura de fondo social, de realismo dramático, en estilo cuidado y musicalmente vigoroso.
En la narración breve se encuentran sus mejores logros; uno de ellos es Banda del pueblo, incluido en su colección Horno (1932). Otros libros suyos de cuentos son Repisas (1931), El amor que dormía (1930) y Guásinton: historia de un lagarto montuvio (1938). En la recopilación El amor que dormía reunió cuentos publicados ya anteriormente: el que da título al libro (1926), Madrecita falsa (1923), La vuelta de la locura (1926), Incomprensión (1926) y El maestro de escuela (1929).
Como sus compañeros, José de la Cuadra mantuvo siempre un compromiso abierto con la sociedad. Militante de la cultura popular, sus relatos intentan de diversas maneras acercarse a la «naturaleza» misma del hombre común (Guásinton, 1938). Esta búsqueda pasaría por la redacción de la novela Los Sangurimas, en 1934. La obra presenta la historia de una familia campesina costeña que vive bajo su propia lógica patriarcal de comunidad cerrada, dominada por relaciones incestuosas en medio de un clima asfixiante de violencia, que genera un lugar inestable en términos de modernidad, justicia y civilización.
El relato, bajo la forma de una saga familiar que combina la experiencia de lo mágico y de lo mítico, avanza hacia la destrucción de la comunidad montuvia en un clima determinado por la locura del principal mandamás de la comarca. Este relato, según el crítico francés Jacques Gilard, probaría que el universo mítico de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y lo que posteriormente se denominaría realismo mágico, tenía antecedentes ilustres en la tradición narrativa latinoamericana.
La crítica coincide en reconocerlo, además, como el intérprete del campesino de la costa, tema que inspiró su ensayo El montuvio ecuatoriano (1937). La temprana muerte de este gran narrador ecuatoriano cortó la carrera del que pudo llegar a ser una de las primeras figuras literarias de Hispanoamérica.
Ayoras Falsas
El indio Presentación Balbuca se ajustó el amarre de los calzoncillos, tercióse el poncho colorado a grandes rayas plomas, y se quedó estático, con la mirada perdida, en el umbral de la sucia tienda del abogado.
Este, desde su escritorio, dijo aún:
—Verás, verás no más, Balbuca. Claro de que el juez parroquial… ¡longo simoniaco! …nos ha dado la contra, pero, ¿quiersde contra?, nosotros le apelamos.
Añadió, todavía:
—No te olvidarás de los tres ayoras.
El indio Balbuca no lo atendía ya.
Masculló una despedida, escupió para adelante como las runallamas, y echó a andar por la callejuela que trepaba en cuesta empinada hasta la plaza del pueblo.
Parecía reconcentrado, y su rostro estaba ceñudo, fosco. Pero, esto era sólo un gesto. En realidad, no pensaba en nada, absolutamente en nada.
De vez en vez se detenía, cansado.
Escarbaba con los dedos gordos de los pies el suelo, se metía gruesamente aire en los pulmones, y lo expelía luego con una suerte de silbido ronco, con un ¡juh! prolongado que lo dejaba exhausto hasta el babeo. En seguida tornaba a la marcha con pasos ligeritos, rítmicos.
Al llegar a la plaza se sentó en un poyo de piedra. De la bolsita que pendía de su cuello, bajo el poncho, sacó un puñado de máchica y se lo metió en la boca atolondradamente.
El sabor dulcecillo llamóle la sed. Acercóse a la fuente que en el centro de la plaza ponía su nota viva y alegre, y espantó a la recua de mulares que en ella bebía.
—¡Lado! ¡Lado! —gritó con la voz de los caminos—. ¡Lado!
Apartáronse las bestias, y el indio Balbuca pudo meter en el agua revuelta y negruzca su mano ahuecada que le sirvió de vasija.
—¡Ujc!…
Satisfecho, se volvió al poyo de piedra.
Estúvose ahí tres horas largas, sin un movimiento que denotara aburrimiento siquiera, con los ojos fijos en sus pies descalzos, sobre los cuales revoloteaban las moscas verdinegras de alas brillantes y rumorosas.
Al fin pasó quien esperaba: el amito Orejuela.
—Amitu Orejuela, ¿adelantarás tres socres? Descontará en trabajo el huambra, m’hijo Pachito, ¿queres?
El amito Orejuela —que era mayordomo de una hacienda vecina— se preciaba de saber tratar a los indios.
Discutió largamente con Balbuca. A la postre convino en que, por cuenta del patrón, le daría los tres sucres; pero que, en cambio, el Pachito prestaría sus servicios durante tres semanas.
Le conozco a tu hijo. Huahua tierno no más es. Ocho años tendrá. Nueve, estirando. ¡Qué ha de hacer solito! Perderá los borregos. Para una ayuda no más valdrá.
Llegaron a un acuerdo. El Pachito vendría al día siguiente, de mañanita.
Con todo, hubo una última dificultad.
—¿Le darás la comida, amitu?
Orejuela protestó. ¿Comida? Pero, ¿es que también había que darle de comer al huambra?
¡Elé, eso no! Iba a salir muy caro así. Que trajera su maíz tostado y su máchica. Bueno… Agua sí le daría…
Balbuca suplicó. La choza estaba muy lejos.
De traer su fiambre, como era galgón el chico se lo tragaría en dos jornadas.
Consintió a la larga Orejuela en darle de comer todos los días… menos los domingos.
Se rió a carcajadas.
—Los domingos que coma misa. En la hacienda no se mantienen ociosos: el que no trabaja no come, igual que dizque ha de ser siendo en el comonismo. Y como es mando santo que los días feriados se han de guardar… Tú sabes que el patrón es curuchupa.
Balbuca aceptó la excepción, y se cerró el trato.
—Trai, pues, la platita.
Orejuela manifestó que antes había de suscribir un documento.
—Hay que asegurarse. El chico es minor edad, y tú has de darlo representando como su padre… Las leies son unas fregadas.
Fuéronse en busca del teniente político, que despachaba en el traspatio de una casa de vecindad, en un sucucho oscuro y hediondo.
Formalizóse el contrato. Como el indio Balbuca no sabía leer ni escribir, puso, en lugar de firma, una cruz patoja.
En el documento había algunas variantes, introducidas por el funcionario a una seña de complicidad que le hiciera Orejuela. Lo que Balbuca declaraba haber recibido, eran diez sucres, y comprometía el trabajo personal de su hijo por dos meses llenos.
Orejuela pagó en tres moneditas blancas que Presentación guardó celosamente en la bolsita del fiambre.
—A mano. No olvidarás mandar mañana misu al huambra.
Lo prometió Balbuca, y salió a la calle.
Enfiló por la cuesta, de bajada.
Cuando estuvo frente a la tienda del abogado, hizo alto.
—Amitu doctor, —llamó desde afuera—. Te traigo los tres socres esus que me dijiste para los derechus de correo.
Mostróse el doctor a la puerta y extendió una mano ávida y temblorosa que hubiérase confundido con la de un mendigo.
Explicó:
—Con estos tres sucres se completan los cinco que son para las estampillas que hay que ponerle al expediente cuando vaya en la apelación.
Apretó entre los dedos las monedas, que se encarrujaron blandas.
El amito doctor so agitó iracundo:
—De plomo son. Falsas como tu misma madre.
Estaba el abogado soberbio de indignación.
Tiró las monedas al rostro del indio.
—Me has querido engañar, runa hijo de mula. A mí… a mí… ¡a un letrado!
Balbuca, silencioso, recogió el dinerillo.
Trepó de nuevo la cuesta hasta la plaza.
Buscó a Orejuela. Lo encontró en una barraca, sentado a una mesa, bebiendo chicha con el teniente político.
—Amitu Orejuela, no valen —le dijo, depositando sobre la mesa las monedas—. Amitu doctor las vio.
Orejuela irguióse, violento.
¿Cómo? ¿Qué era lo que decía el desgraciado éste? ¿Que él, Felipe Neri Orejuela, le había dado monedas falsas? ¿Eso decía? ¿Eso? ¿Le imputaba la comisión de un delito? Y ahí, delante de la autoridad… Y la autoridad, ¿no haría algo para hacerse respetar y hacer respetar a un libre ciudadano ecuatoriano vejado por un indio miserable? ¡Qué horror! ¡Y a qué extremos de corrupción se ha llegado en este país perdido!
Balbuca escuchó sin chistar el latoso discurso de Orejuela. Cuando éste concluyó, dijo sencillamente:
—Si no cambias, no mandaré huambra.
Entonces, llenas sin duda las medidas, intervino la autoridad. Pasaban dos longos cargadores, y los conminó el teniente político:
—¡Llévenlo preso a este arrastrado!
Los longos obedecieron, medrosos.
Volviéndose a Balbuca, el teniente político agrego:
—Estarás detenido hasta que llegue tu hijo.
El contrato es sagrado y hay que cumplirlo.
Balbuca forcejeaba débilmente entre los brazos de sus apresadores. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, y se mordía los labios. Algo ininteligible murmuró en su lengua quichua. Después calló y se dejó hacer.