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PABLO PALACIO

(Loja, 1906 – Quito, 1947) Narrador ecuatoriano cuya obra se adscribe a las vanguardias por su naturaleza absurda, grotesca e irreverente. Desconocido por su padre al nacer, y muerta su madre cuando él apenas tenía seis años, tuvo que ser educado por un tío suyo. A la edad de tres años recibió un golpe en el cráneo que le dejó una profunda cicatriz para toda la vida. Estudió en la escuela de los Hermanos Cristianos y en el colegio Bernardo Valdivieso de su ciudad natal. En 1925 se graduó en Jurisprudencia por la Universidad Central. Ejerció como profesor de Filosofía y Literatura en la misma Universidad, como subsecretario del ministerio de Educación, cuando era dirigido por Benjamín Carrión, y como subsecretario de la Asamblea Nacional Constituyente en 1938.

En 1939 comenzó a sentir ciertos trastornos mentales que pronto se declararían en locura, de forma que los últimos siete años de su vida hubo de pasarlos en una clínica psiquiátrica acompañado y cuidado por su fiel esposa, la cual se ofreció como enfermera en la misma clínica para poder sufragar los gastos del tratamiento.

Pablo Palacio trabajó también como periodista, escribiendo artículos de corte filosófico y jurídico.

UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIÉS

          «Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación mas cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
         «Esta mañana, el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
         «Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho.» No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde.
         Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.
         Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula.
         Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe que de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es esencial, muy esencial.
         La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (véase Aristóteles y Bacon).

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